La señora soledad
Qué quieres que te diga si eres capaz de pasar de un truco a
otro casi sin tropezar. Si soy capaz de pasar de un truco a otro casi sin
tropezar… Si el ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la
misma piedra.
Hoy no hay trucos de magia, ni palomas volando, ni confetis
en el pelo. Sólo está la soledad vestida
de blanco, con una arcada alojada en su rosado vientre creciente, saludando de
lejos pero tan cerca que su aliento en mi nuca atemoriza mi presente con malas
nuevas. Despacito, como siempre que la
fragilidad de mi cuerpo amenaza con desquebrajarse en cualquier segundo,
intento elevar el mentón, limpiar el sudo frío de mi mente y acariciarme los
pechos. Porque es en mi corazón donde la soledad quiere alojar su desconsuelo,
y en la derecha y la izquierda; mis pulmones abriendo y cerrando en impulsos
tensos y desequilibrados con una respiración torpe pero en constante propósito.
Esa señora que guarecida en mi corazón me recuerda lo grande
que es el mundo y lo pequeña y débil que es mi esencia, me regala su sabiduría,
que en vez de hacerme más fuerte, me hace más madura y mayor, más cansada y
triste, más baja y alta que cualquier sueño. Tengo miedo de caerme demasiado
pronto del árbol, de que la arcada se convierta en un agujero negro dentro de
mi estómago y acabe absorbiendo a mi alma.
Ella lava su cabello con lágrimas atragantadas, se lo
suaviza con flores arrancadas antes de tiempo y lo peina con el cepillo pesado
y ondulante de las decisiones serias. Conoce perfectamente todos los productos
químicos y naturales que a falta de amor, saciarán su voraz apetito. No se
conforma con baratijas rencorosas, apuesta por volar alto y caer siempre más
bajo, porque ella es una águila con las alas cosidas, descosidas y vueltas a
coser y no le importa lo frío que esté el suelo, ni el barro que haya dejado la
tormenta de locura y necedad, ella aterriza aunque se vuelva a romper las alas,
aunque sus patas se hayan convertido en muñones y su pico, antes magnánimo, robusto y
fuerte, ahora no consiga piar.
Me dice que el sol saldrá cuando pasen los cuarenta días de
casi dos lunas. Giro la cabeza y encuentro su susurro siniestro acariciándome
tan hondo, tan profundo, que imantada hacia su vacío infinito, tiro los
cepillos, los champús, los suavizantes y vomito todo el dolor que este mundo de
desarraigo y abandono deposita en el agujero negro de mi perdición. Vierto
sobre la tierra casi yerma la sangre de todas las bodas y pasiones a las que ya
no acudiré jamás. No hay nada alrededor para limpiar lo que sale del alma más
que un paño de lágrimas casi desértico y unos sueños hechos jirones. Me remango
la falda e hincada de rodillas acerco mi mejilla en un golpe seco al charco de
mi melancolía. Todo está demasiado mojado, lleva lloviendo mucho tiempo en mi corazón
y me duelen los riñones, no creo que hoy, un día sin trucos, palomas, ni
confetis, pueda limpiar tanta pus acumulada.
Ella me mira desde la altura invitándome a seguir con su
mano delicada rozando el viento, quiere desnudarme aún más para aligerar toda
la pesadez que durante años, he cargado como las reliquias de Santa Teresa de
Calcuta. Sabe que los límites son tan arbitrarios como el amor y que con su
constante presencia, consigue el latir de la humildad y la valentía en las
personas que la soportan, pero dudo que hoy, un día tan frío, negro, gris y
azul, sea capaz de aguantar a la señora soledad.
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