Adisa



Los gritos de los otros me sacan del sueño para devolverme a la pesadilla. No hay remedio. Me levanto de esta cama caliente compartida con traficantes nigerianos y lloro. Después me seco las lágrimas con sus sábanas manchadas. Despacio busco las prendas que definen lo que soy: unos pantalones cortos y ajustados, sin bragas debajo, un top que no tapa nada y unos tacones imposibles que desequilibran mi cuerpo y mi destino. En mi bolso una navaja, un lápiz de labios y un paquete de clinex. Me espera la calle.
Las miradas de los otros me marcan la piel como si fuera ganado  y me pregunto si no soy otra cosa. Cansada de vivir me siento sola en el último vagón del tren y los susurros de los otros  se confunden con el traqueteo. Aún me sigue importando.
Encuentro mi lugar junto a las de mi raza. Negras, rumanas y travestis nos repartimos el polígono y la miseria y junto a una hoguera espero a los otros.
Desde una furgoneta un hombre gordo me llama. 20 euros. El placer es barato en este sector.
Acabo la noche y con las manos manchadas de líquido viscoso me entrego a la policía.


Las preguntas de los otros son palabras inconexas que rebotan en mi mente como en un frontón. Creen que no entiendo.
-¿por qué lo hiciste?
Les explico a qué sabe el semen, qué tipo de dolor se siente cuando te desgarran el ano, a qué huele la saliva sobre los pezones. Creo que  no entienden.
No hay remedio. Me levanto de esta silla caliente compartida con traficantes nigerianos y lloro. Después me seco las lágrimas con los clínex manchados. Despacio busco la frase que esperan oir: no quiso pagarme. En mi futuro puertas con rejas y pasillos de azulejos verdes. Ya no me espera la calle.
 

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